El grupo leonés Surcos del Órbigo encandiló a los asistentes en el santuario de la Virgen del Campo con su mimado repertorio de villancicos.
En la ermita santuario de la Virgen del Campo, en Rosinos de Vidriales, el insigne poeta y escritor con raíces familiares en Fuente Encalada, la localidad vidrialesa donde paso su niñez, Antonio Colinas pronunciaba esta tarde noche del viernes 22 de diciembre el pregón de la Navidad. En este templo convertido también en «portalico de Belén. Esta ermita, un tesoro para los habitantes de este valle. Cuídenla, pues favorece la idea de Unidad ya que aúna y reúne para la convivencia de todos. Cuiden esta ermita y visítenla». Así concluía su disertación el premiado escritor y poeta.
Antonio Colinas presentaba ante un nutrido aforo de vecinos, llegados desde las diferentes parroquias vidrialesas, un verdadero cuento de Navidad con guiño a sus vivencias de niño en la ermita donde se venera a la patrona del Valle y sirve de referencia a la devoción mariana en Vidriales. Como buen conocedor de la Historia con mayúsculas, de las vicisitudes y apegos de los vidrialeses, el maestro de la palabra y de la poesía impregnaba el templo de un halo silencioso con su recorrido simbólico y real por el entorno del templo mariano y sus viajes peregrinos a Tierra Santa.
La disertación de Antonio Colinas se hizo heraldo de la Navidad en la ermita santuario de Nuestra Señora la Virgen del Campo y las velas del templo fueron testigo de ello, al igual que el numeroso público asistente a este arranque del programa navideño en las parroquias de Vidriales.
Muchos de los presentes aportaron figuras del Niño Jesús para que el rector del santuario, Miguel Hernandez, les impartiera la bendición, como extensión de los Belenes de las parroquias y casas del Valle de Vidriales. Al igual que el Belén instalado en este templo mariano que, en esta ocasión, venía a reconocer la labor de los sanitarios y la antigua presencia de un hospital adscrito al santuario y ubicado en el pueblo de Rosinos, donde las ruinas constructivas dan buena muestra de su existencia.
Con el agradecido concierto de villancicos a cargo de Surcos del Órbigo, cuyas voces y acompasados rítmos musicales lograron encandilar al público, concluía la velada de arranque de la Navidad en este templo mariano y por extensión en las parroquias del Valle de Vidriales.
La asociación amigos del santuario de la Virgen del Campo, cuyo presidente mostraba su agradecimiento al insigne poeta con la entrega de un obsequio, hacía lo mismo con el grupo leonés Surcos del Órbigo.
La degustación de una chocolatada era aprovechada para las felicitaciones, compartir encuentros entre los vidrialeses y expresarse los mejores deseos para las entrañables jornadas festivas de la Navidad.
Pregón de la Navidad en la ermita del Valle de Vidriales, por Antonio Colinas:
Mis primeras palabras tienen que ser de agradecimiento hacia las personas que me han permito hablar hoy y aquí, y además en una ocasión tan entrañable como es la de la víspera de la Navidad.
El que les habla ha tenido en la vida la misión y el trabajo de escribir, pero créanme que en esta ocasión son muchas las ideas y recuerdos que se han removido en mi interior y que, por lo tanto, la tarea de hablarles no me resulta fácil por delicada.
Sin embargo, a la vez, siento alegría, pues el escritor tiene que seguir su camino viajando con su memoria hacia el pasado y aquí en este lugar, el mensaje que recibe viene no sólo de la infancia, de sus raíces vitales, sino también y muy especialmente de esas otras raíces que son las formativas y las religiosas.
Religiosas, sí, porque nos encontramos en un espacio sagrado. Así que he cerrado mis ojos antes de escribir y mi memoria, yendo hacia atrás, recuerda que este lugar no es cualquier lugar sino una ermita del valle de Vidriales unida a los días de mi infancia y de mi adolescencia.
Seguramente ese recuerdo mío sería del tiempo de las vendimias, de un mes de septiembre, o cuando se celebraba la romería de la Virgen del Campo. También puede ser mi recuerdo de un día de verano. Aquí al lado había un molino y el niño y su tía venían hasta él –como en una escena precisamente bíblica– con un asno que les habían prestado, a moler un saco de trigo, a conseguir esa harina que luego en el horno, con el fuego aromado de jaras y romero, daba lugar a aquel pan inolvidable.
Quizás el recuerdo de este lugar va unido al del Seminario Menor que aquí se levantaba en tiempos, adosado a la ermita. En este seminario había sido profesor don José Rodriguez, un familiar nuestro, y alumno otro de mis tíos.
Pero hoy hemos venido aquí para anunciar y celebrar unos días tan señalados como son los de la Navidad y, si yo cierro los ojos para recordar, mi memoria no va hacia el pasado remoto, sino hacia un presente muy vivo: el de los dos viajes que yo he hecho a Tierra Santa.
De esos dos viajes regresé con una certeza y con la impresión de la emotiva visita al más navideño de los lugares, a la gruta de la Natividad en Belén. La certeza del viaje supuso para mí que todo cuanto creíamos ingenuamente sobre el mundo bíblico, lo que habíamos tomado por fantástico o legendario, era extraordinariamente real. Porque en Tierra Santa lo real es lo más sagrado y lo más sagrado es lo más real.
Me basta, para que comprendan esta sorpresa mía, que un monte no era cualquier monte sino el Monte Tabor y que aquel lago no era cualquier lago sino el de Genesaret, y que aquella fuente de la que aún manaba el agua no era cualquier fuente, sino la de Siloé. Bajamos también por una escalera de piedra de la que en aquellos días hablaban los periódicos: no era cualquier escalera sino una escalera del siglo I la que ascendía desde el Monte de los Olivos a la casa de Caifás, por la que habían subido preso a Cristo.
Pero de mi primer viaje a Tierra Santa vine con un pesar, el de no haber podido entrar en el pueblo de Belén. Ay, en esa tierra, como muy bien saben en estos días, donde el amor y la guerra son plantas que han venido creciendo a la vez y en la que no siempre el tránsito es posible o fácil en ella.
Pero a Tierra Santa volví no mucho tiempo después y de nuevo intenté la entrada en Belén, pero ahora no lo hacía solo sino en compañía de un guía que no era otro que el corresponsal de Televisión Española en Jerusalén, Agustín Remesal, por cierto un zamorano nacido en Toro.
Con él, en el papel de ángel que guía y cuidador, se podían abrir todas las puertas, y caminos, incluso aquellos que estaban cerrados. La entrada a Belén continuaba todavía prohibida para los no residentes, pero nosotros pudimos pasar y lo curioso es que aquel día Agustín y yo éramos los únicos visitantes en la Basílica del Nacimiento. Así que pueden imaginarse qué impresión tan honda sentimos.
¿Estábamos solos? No, antes de descender a la gruta de la Natividad habíamos visto arriba, en el altar del templo, que un sacerdote estaba confesando a una monja arrodillada; seguramente, a juzgar por su hábito blanco y gastado, de una monja peregrina y andariega.
Esa monja me llevó enseguida a mí a pensar en otra monja andariega: la que en el siglo IV después de Cristo, había llegado desde un monasterio del noroeste hispano hasta Egipto y Palestina. Se trataba de la monja Egeria, de la que conservamos un texto precioso, una especie de guía del viaje que ella hizo y que se cierra en los días de la Semana Santa vividos en Jerusalén, cuando ella nos dice que en aquella semana nadie dormía y toda la ciudad velaba y oraba. Egeria, que bien pudo salir de un oscuro eremitorio de El Bierzo leonés, o como dicen otros de Galicia o de Asturias. Es igual: lo importante fue ese viaje suyo de un extremo al otro del Mediterráneo y ese valioso testimonio escrito que nos dejó.
Pero voy a seguir con mi relato en Belén, que algunos considerarán, y con toda la razón, como un cuento: como un cuento de Navidad. Así que, ya dentro de Belén, vimos con calma la basílica que había construido el emperador romano Constantino, y bajo la guía de su madre, Helena; uno de los templos cristianos más antiguos. Paseamos despacio entre las hermosas y lustrosas columnas y sorteando cada espacio reservado a una creencia cristiana.
Luego, descendimos a la gruta de la Natividad. Lo que no sabíamos es que ahora, dentro de ella, nos íbamos a encontrar de nuevo con la monja peregrina. Ella estaba asistiendo a un oficio de la iglesia ortodoxa que acaba de comenzar. Incienso y cántico del celebrante se fundían en aquel pequeñísimo espacio. Sólo tres personas, pues, nos encontrábamos en silencio asistiendo a aquella celebración.
Terminó la celebración ortodoxa y salía el oficiante. Nosotros íbamos a salir detrás de él, cuando del otro extremo de la gruta, salió un sacerdote católico que se dispuso a celebrar una misa. Así que dimos la vuelta y regresamos a nuestro lugar, del que la monja no se había movido. Con aquella misa completa asistimos a dos ritos sin que hubiéramos sentido pasar el tiempo. Nunca hubiera pensado que iba a asistir en exclusiva a dos ritos religiosos en la gruta de la Natividad de Belén.
Al salir del templo, un monje franciscano guardián del lugar nos despidió con un “¡Qué la paz sea con ustedes!” Ya en el pueblo, en el límite artificialmente fronterizo, un numeroso grupo de turistas japoneses esperaban sin poder entrar en Belén.
Dirán ustedes que sí, que les he contado un cuento de Navidad, pero a veces los cuentos, como en este caso, encubren la más viva realidad. Comprenderán que no puedo decirles, en estas vísperas navideñas, lo que otras personas les van a decir de una manera más fundamentada y con mucho más conocimientos que yo.
Sin embargo, he querido transmitirles a través de este relato qué reales y qué profundas son nuestras raíces religiosas, lo importante que es para los humanos vivir lo sagrado en lo sagrado, intensificar esa llamada de lo sagrado que sentimos desde la infancia.
Y precisamente, también en este presente, en estos días, ser conscientes de cuanto los seres humanos están perdiendo: sobre todo los valores. Reparar en cómo una celebración como la de la Navidad (o por citar otro ejemplo, la del día de Todos los Santos) se ven sustituidas por meras celebraciones festivas (que también lo son, bien entendidas) sino por esa pérdida de valores, por hechos contrarios al sentido sagrado, por el descreimiento y el vacío espiritual, por el olvido o la pérdida de principios.
Estamos pues ya de frente a lo que hoy se ha dado en llamar “la filosofía del todo vale”. Cuando sabemos que no todo vale. Así que la Navidad es precisamente un tiempo ideal para buscar la verdad a través de esos ritos y símbolos preciosos que sanan y que hacen a los humanos más humanos.
Ritos como el de las celebraciones en armonía y con esas plegarias que como decía María Zambrano “pueden llegar hasta las mismas estrellas”; esas plegarias, según ella, que Alguien siempre escucha, si son sinceras; pero que tras pronunciarlas también nosotros debemos poner algo o mucho por nuestra parte para lograr la armonía.
Volver a ver cómo la palabra se hace cántico en el villancico, o imagen vívida y vivida en la instalación del Belén. También de la memoria podríamos extraer aquellos Belenes que nuestros padres nos instalaban en la infancia. Para ello, pasábamos antes por aquel otro rito de ir al río en busca de musgo o a la estación de ferrocarril en busca de escorias para, con ellas y con un poco de harina, crear las montañas y la nieve del paisaje.
Tiempo pues éste de profunda reflexión para reconocer que reviviendo cuanto había ocurrido en la cueva de Belén, todavía creemos que pueden retornar los valores y la convivencia en paz. La fecha del Nacimiento, el Pesebre, nos remiten a otro símbolo profundo: el del amor, gracias al cual nuestro San Juan de la Cruz, en el comentario a su poema “La llama”, nos dijo que con amor “nunca más lucharán en el mundo contrarios contra contrarios”.
Tiempo en armonía que nos lleva también a otra idea preciosa: la de Unidad; aquella Unidad que también nos recuerda otro Juan en el más platónico quizás de los evangélicos: el símbolo de la Luz, esa luz que “brilla en las tinieblas, y que las tinieblas no han podido apagar”.
Luz también física la de las llamas de las muchas lámparas colgadas, ardiendo en la Cueva de Belén. Luz de oro que caía con dulzura sobre la estrella de plata que brillaba en el suelo de mármol; El suelo de mármol, el ara en lo que fue pesebre. Una Luz, luego, que siempre ilumina y debe iluminar en los días de la Navidad.
En fin, gracias por permitirme hacer estas reflexiones en esta ermita, hoy también portalico de Belén. Esta ermita, un tesoro para los habitantes de este valle. Cuídenla, pues favorece la idea de Unidad ya que aúna y reúne para la convivencia de todos. Cuiden esta ermita y visítenla.
Feliz Navidad para todos ustedes y para sus familias, y muchas gracias por su atención.